Cuando Antonio Pérez escuchó la notificación del móvil no pensó en una cita. Pensó que, de nuevo, el vecino del bajo se quejaba del olor que salía de su casa. Pero era una cita. De una web que no visitaba desde hacía varios meses. Así que dando brincos se reubicó en la cama, mordió un trozo de pizza que había junto a la almohada y atendió con sonrisa inocente el mensaje.
—¡Qué ojos!¡Qué pechos!¡Que pelo! —exclamó devorando la foto de la mujer que se había interesado por su perfil— ¡Por fin alguien a mi altura!
Veloz se incorporó, atropelló el mando de la Xbox en el suelo y le crujió una rodilla. Le dio igual, inició unos giros sobre sí mismo a modo de baile.
«Ocho de la tarde en el bar La Cuadra, ¿ok?». Leyó en el mensaje y confirmó con un simple «vale», porque el temblor de sus manos no permitía más.
— ¡Pero si son las siete! —gritó al mirar la hora.
Corrió al armario. Esquivó los obstáculos en su camino: latas de refresco, botellas de agua, papel higiénico amarillento, reseco. Se escurrió con los restos del pienso que su fallecido gato Manolo dejó como recuerdo de su paso por la vida.
Rebuscó. Encontró el abrigo que le había regalado su tío antes de salir de viaje a la URSS. Vio unos vaqueros azules que le había prestado su único y último amigo hace años. Y varias bolsas con ropa de mujer. Todo sucio. Alzó un labio e hizo un puchero, una lágrima recorrió su moflete derecho.
—¡Madre mía!¿Y ahora qué hago?—sollozó con las manos cubriendo sus ojos
—¿Me has llamado «Tonito»? —preguntó una voz a medio camino de una chicharra veraniega y el graznido de una ventana vieja al abrirse.
—No, madre, cosas mías. ¡Déjame en paz! —gritó él alzando su blanco brazo. Unos molletes bajo los codos danzaron al son del gesto.
—¿Te casas ya?¿Te hago la cena? —continuó ella ajena a la conversación.
—¡Que te pires! —respondió Tonito dando un gran pisotón al suelo, mientras barruntaba una idea.
Porque allí, colgado de una percha en la puerta, estaba la solución a sus problemas. Su chándal. Casi perfecto. Acorde a su talla, bastante limpio y casi nuevo; como apenas salía, apenas se gastaba.
Urdió un plan: le diría a la chica que venía directo del trabajo a la cita.
— ¡Y por eso no he podido arreglarme!— se dijo con gesto triunfal y miró su reflejo en el espejo del dormitorio.
Metió barriga y sacó pecho. Luego se giró hacia el poster de Samantha Fox y echó mano a su pene.
—¡Esta tiene nueva dueña! —escupió al poster.
Entrecerró los ojos y se sentó en la cama alternando su mirada entre el chándal y el espejo.
—¿Y en qué trabajo? —preguntó a su reflejo.
Abrió una bolsa de maíz frito de 200 gramos y lo volcó en su boca. Masticó con furor y dejó escapar restos húmedos sobre sus blandas piernas.
— Eres entrenador de bomberos. A las «churris» les encantan los bomberos —dijo el reflejo sonriente.
— Sí, gran idea —comentó Tonito dando saltitos sobre la cama.
— No seas estúpido —indicó Samantha Fox— ¿Pero tú te has visto? ¡Tócame a mí!
— ¿Qué tengo de malo? —bufó él, con la nariz arrugada, mientras se revisaba entre los sobacos.
—Nada, mi hombretón, quiero sentir tu cuerpo, tengo hambre de amor— continuó ella.
Tonito se incorporó con una mano en la nuca, la otra en el cuello y soltó un suspiro. Notaba el estómago revuelto.
— No le hagas caso —intervino el reflejo del espejo— necesitas carne. Carne fresca.
— Sí —susurró Tonito— hace mucho que no comemos —y comenzó a vestirse con el chándal.
— No, por favor —suplicó Samantha Fox sin gesto alguno.
Una vez enfundado en la ropa de deporte y con gran esfuerzo se agachó junto a la cama. Sacó un gran cajón de madera y lo observó con calma. Cogió un gran cuchillo de carnicero y lo sopesó.
Miró al espejo.
— Está muy buena, merece un trato especial —le dijo este.
Tonito dejó el cuchillo para sacar un hacha.
Su reflejo sonrió. Él también.
FIN