
Miro mi viejo reloj de bolsillo chapado en plata mientras saludo a un guardia de seguridad que, desde el otro lado de las vías, me hace un gesto para que me vaya. Le alzo el dedo corazón de mi mano derecha y sonríe. También sonrío. Menea la cabeza mientras se aleja. Me acomodo en el cartón que me sirve de camastro.
El reloj dice que son las 7:07. El metro se retrasa unos minutos pero ya escucho el bramido que le precede por el túnel. La gente se va colocando allí donde estarán las puertas del vagón. Echo un trago al cartón de vino caliente que me acompaña. Su calor me destroza el estómago vacío. Otro trago y el líquido se mete por donde no es: un ataque de tos se disuelve en el fragor del tren que ya llega. La gente sube y baja mientras sigo tosiendo. Me falta el aire, necesito un cigarro.
Miro el reloj y lo suspendo de su cadena, oscila en un intento de hipnotizarme; dice que son las 7:10. Gente que llega, que gente que va y yo permanezco. En el interior de la cubierta del reloj habita el retrato de una pareja que sonríe. Esa foto la he maltratado muchas veces. El tiene los ojos arrancados, están entre mis uñas. Ella sigue sonriendo, tal y como la recuerdo. Me lamo la barba que sabe a vino viejo, una buena cosecha de esta misma mañana.
La señora del pañuelo en la cabeza se acerca. El reloj dibuja las 7:14. Erupto antes de que esté más cerca. Ayer lo hice en su cara y me miró raro. Como todas las mañanas me deja un par de magdalenas y un vaso de plástico con café caliente. Le doy las gracias y le digo que un día de estos yo la invitaré a tomar algo, ella sonríe. Pongo a buen recaudo el manjar. El café me vuelve a sentar como una patada en los huevos. Así que lo remedio con un poco más de vino. Tengo que salir a por colillas de cigarros.
En el reloj hay una fecha. Calculo por trillonésima vez cuanto tiempo ha pasado. Y son muchos años. Nunca se me había ocurrido, pero tal vez me dieran algún dinero por este reloj. No sé, ¿quizá veinte euros? Me fijo en lo sucio que está entre mis manos. Es lo único que queda de mi pasado. ¡Un reloj de cuerda! Sólo a ella se le ocurriría semejante regalo. Siento un escozor en los párpados que pronto palía otro trago de vino. Un nuevo bramido llega por el túnel, son las 7:18. Me tiro un pedo. Puff… el olor no me gusta ni a mí.
Me incorporo y el vino hace el efecto por el que pago – o robo-. Para guardar la verticalidad uso la pared como apoyo. Voy a subir al tren que llega para dar un garbeo por la línea del metro. Joder que mareo. Intento concentrar la visión en el reloj: son las 7:19. Creo que sí: voy a venderlo.
Con el primer paso recuerdo lo jodido que es caminar en este estado sin nada en que apoyarse. El tren ya entra en la estación. Avanzo hacia el borde del andén. La rodilla me cruje y caigo.
Los gritos del personal me alertan. Los efluvios del alcohol no empañan mi mente, qué raro. De hecho me siento mejor que nunca. Estoy de pie de un salto y presto atención al escándalo del andén. Observo la escena. Es extraño que las puertas del metro permanezcan cerradas. Llega el guarda de seguridad corriendo, le saludo, pero no me ve. Echo mano al reloj y no está. Joder ¿Lo he perdido? Miro en rededor y tiemblo de pánico.
Avanzo hacia el grupo y miro por el suelo, demasiada gente. Me arrodillo y busco desesperado entre las piernas del personal. Al observar en cierta dirección contemplo con horror unos restregones de sangre en los bajos del vagón, justo al nivel del andén. ¡Han atropellado a alguien! También veo restos de ropa sucia enganchada en las escalerillas de acceso al vagón y unos trozos sanguinolentos que se extienden varios metros por el borde del andén.
Huele mucho a vino. Gracias a Dios encuentro mi reloj, está enganchado en la escalerilla de la puerta, junto a más sangre. Mi reloj está limpio y brilla, como cuando lo vi por primera vez.
FIN